
Hay travesías que son más que una excursión. Son un pequeño viaje de vida, una composición de viento, sal y relatos. Nuestro recorrido comenzó en el puerto de Fisterra, a bordo de la «María Elena», guiada por Oliver Moure y su empresa Cruceros Fisterra. Desde hace 17 años lleva a vecinos y visitantes a la ría, mar adentro en el Atlántico, para mostrar este lugar especial desde el agua. Ya en el puerto, entre cabos viejos, barcos pesqueros curtidos por el tiempo y el golpeteo de los mástiles, intuía: no sería una travesía cualquiera.

Delante de nosotros se extendía el Atlántico, esa superficie infinita que solo en apariencia marca el fin del mundo. A la izquierda aparecía la playa de Langosteira, esa puerta natural hacia Fisterra para todos los que llegan desde Santiago. A la derecha ya se alzaba el Monte Pindo, el Olimpo de los celtas, un macizo de granito lleno de leyendas, antaño tumba de la Reina Lupa. Quien lo ha visto alguna vez con la luz del atardecer entiende por qué los pueblos antiguos crearon mitos aquí.

Pero la verdadera sorpresa llegó cuando una aleta oscura rompió el agua. Manoliño, el delfín, nos había encontrado. No es una leyenda, sino una realidad viva, un animal que habita entre Ferrol y Pontevedra – y sin embargo más que un animal. Nadó muy cerca del barco, se sumergió, volvió a salir, como si quisiera saludarnos. Un compañero, un amigo del mar. Recordé las historias: cómo en Corcubión jugaba con perros, cómo acompañaba a los pescadores, y cómo a mí mismo, una vez en el puerto de Fisterra, se me acercó tanto que «conversamos» en silencio durante tres minutos. Manoliño – el buen espíritu de la Costa da Morte.

Detrás quedaba Sardiñeiro, Estorde permanecía a estribor, y frente a nosotros sobresalían las Islas Lobeiras. Pequeñas, aparentemente insignificantes, pero para los marineros de antaño eran peligro, y para las leyendas alimento. Aquí el Atlántico tira con más fuerza, aquí se siente su poder. Pero aquella tarde el mar estaba manso, casi festivo, y el sol comenzaba su espectáculo.
Los últimos rayos descendieron detrás del Ara Solis, el antiguo altar solar de los celtas. A la derecha, la roca de «O Centolo», un cuerno del diablo, negra contra la luz. Habíamos llegado al Hades de los antiguos, allí donde el sol se hunde en el mar. Y sin embargo, en ese momento no había temor, sino una profunda paz. Solo el crujir del barco, el grito de una gaviota sobre el Monte Pindo, y el vaivén constante de las olas

Quien ha navegado hasta aquí, inevitablemente piensa en el regreso. Y en lo que espera en tierra. Fisterra no es solo mito, también es vida cotidiana, y la vida aquí sabe a mar. Sardinas, frescas a la brasa. Merluza y lubina, caballas y bonitos. La cocina de mariscos es rica: vieiras y berberechos, mejillones y los famosos percebes, que como dedos del mar se aferran a los acantilados. A eso se suman la reina de los crustáceos, la centolla, además de bogavantes y langostas. Y, por supuesto, el pulpo, cocido a la gallega sobre patatas, con pimentón y aceite de oliva, y el calamar, tierno a la plancha, como lo comen los propios pescadores.

Así, una travesía al fin del mundo no termina simplemente en el puerto, sino con la certeza de que aquí todo se conecta: naturaleza e historia, mitos y presente, el juego del sol y el juego de los sabores. Fisterra es un lugar donde uno aprende no solo a ver, sino también a saborear, oler y sentir lo cerca que están cielo, tierra y mar.









Y quizás eso es lo que queda: el recuerdo de un delfín que nos acompañó, del Monte Pindo que vela sobre nosotros, de la luz que se apagó en el Atlántico – y del pulpo que al día siguiente llegó a la mesa del restaurante. Entre incienso y viento, entre Ara Solis y la cerveza del puerto, aquí se encuentra algo que es más que una etapa. Se encuentra un hogar.
